Sí, confieso.
Dejé de tener sexo con él. Yo lo decidí. Supongo, visto ahora, tanto tiempo después, que fue acumulándose polvo negro en mi cerebro.
Ese polvo provenía de su modo de acceder a mi cuerpo sin preguntar, a cualquier hora de la noche, del día. Provenía del tocarme el clítoris sólo para humedecer mi vagina y entrar más fácilmente. Provenía de no darme orgasmos, de intentarlo sólo tras los suyos, de hacerlo mal. Provenía de sentir que le gustaba la posesión, modificando mis posturas hacia las suyas, tirándome del pelo, empujando muy fuerte.
La última vez le masturbé, mal, sosa, aburrida, con la mano.
Aquel verano se abalanzó sobre mi, de noche, con su cuerpo, sus brazos y su pene aprisionándome. Me costó zafarme, tuve un miedo instatáneo, visceral.
Ahora me sigue mirando con lascivia. Evito la ropa ajustada, escotes, panalones cortos, que me vea desnuda o en ropa interior. Mi cuerpo como incitación pasiva.
El sexo, menudo asco, menuda mierda.